marcarse unos objetivos, establecer unos incentivos para el cumplimiento de esos objetivos, definir los indicadores que miden el cumplimento de los objetivos... y poner a rodar todo el sistema.
Este esquema primario se encuentra presente, de una manera u otra, en técnicas de gestión tan conocidas como la Dirección Por Objetivos (DPO) propuesta por Peter Drucker en 1954 (jefe y empleado acuerdan, de manera participativa, unos objetivos frente a los cuales se mide posteriormente el desempeño del empleado) o el Cuadro de Mando Integral (CMI) de Robert Kaplan y David Norton (una empresa establece una estrategia y fija unos indicadores en diferentes planos, cliente, finanzas, procesos y recursos, para poder seguir el cumplimiento de esa estrategia).
Late en todo ello el aforismo de gestión que dice que "aquello que no se mide, no se gestiona".
Por otro lado, es sabido que, aparte de otros incentivos específicos que la empresa pueda establecer (por ejemplo, comisiones por ventas o planes de retribución variable por cumplimiento de objetivos), la propia medida de indicadores, cuando es conocida por los empleados, afecta al desempeño. De alguna manera son señales de lo que la dirección espera, y de lo que premiará o castigará.
En ese sentido, el establecimiento de indicadores de desempeño actúa como una forma de incentivo en sí misma.
Todo ello parece tener sentido y que debe funcionar... pero tenemos el problema del engaño...
Por desgracia, es bien conocido también cómo un sistema de incentivos y/o un sistema de indicadores pueden tener, es fácil que tengan en realidad, grietas en su diseño, grietas que provocan el incentivo inintencionado de comportamientos no deseados o que posibilitan engaños y falseamientos del sistema.
Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, en su libro,'Freakonomics', nos advierten de una forma bastante descarnada de esa posibilidad del engaño. Nos dicen:
"Por cada persona inteligente que se molesta en crear un esquema de incentivos, existe un ejército de gente, inteligente o no, que inevitablemente invertirá incluso más tiempo en tratar de burlarlos."
Y unas líneas más abajo, remachan, y dan una explicación, un motivo para el engaño:
"Engañar es un acto económico primitivo: obtener más a cambio de menos".
No parece alentador aunque diría, para no dejar muy mal sabor de boca que, en realidad, el ser humano tiende a ser honrado y que los comportamientos engañosos son claramente minoritarios. Eso sí, existen.
Y tambien existen efectos indeseados, no necesariamente malintencionados, de un diseño inadecuado o desequilibrado de indicadores como cuando, por poner un ejemplo, en atención posventa se mide el tiempo de resolución de incidencias y se pone mucha presión en ello, pero no se mide la calidad de la resolución, lo que conduce a cierres precipitados e inadecuados de incidencias no bien resueltas y, por tanto, a insatisfacción de los usuarios, insatisfacción no detectada por un indicador.
¿Cómo luchar contra ello?
Pues, sinceramente, no creo que existan recetas mágicas ni soluciones definitivas. Lo primero, por supuesto, es reconocer el problema. A partir de ahí, algunas ideas podrían ser:
- Cuando se diseñen sistemas de incentivos e indicadores hacer el ejercicio, en fase de diseño, de intentar encontrar formas de forzarlos y de engañar. Eso podría permitir el identificar huecos y carencias y mejorar el diseño.
- No fiar completamente la evaluación del desempeño a indicadores presuntamente objetivos, sino dejar un margen, un porcentaje de la evaluación, que sea más subjetivo y que permita equilibrar o corregir errores en el sistema de indicadores (aunque la evaluación subjetiva, preciso es también reconocerlo, tiene sus propios riesgos).
- Promover un alineamiento sentimental de los empleados con la empresa y con sus objetivos así como una cultura del compromiso que palíe, siquiera parcialmente, las posibles tendencias al engaño
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