Entre la teoría y la práctica de la inversión parecen a veces asomar ciertas disonancias, ciertos desajustes entre lo que cabría esperar como racional y lo que realmente encontramos. Aunque quizá no sea tanto un problema de racionalidad como de objetivos.
Cuando un inversor dedica su dinero a una compañía, queremos pensar que es que cree en el modelo de negocio de esa compañía o en su visión. Pensaríamos que el inversor confía en que la compañía será capaz de generar beneficios y eventualmente de crecer y que eso le reportará, en un futuro, una compensación económica al riesgo que asume con su inversión.
En ese sentido, presumiríamos en el inversor fe en la compañía, deseo de el beneficio de la misma, que sería el suyo propio, y paciencia para esperar que esos resultados anticipados tengan lugar.
Pero es por la paciencia por donde probablemente se rompe el modelo. Y es que, cada vez más, los inversores suelen mostrarse tremendamente cortoplacistas, deseando resultados en un lapso de tiempo muy corto. Y eso hace que no se muevan en el mundo de lo que podríamos llamar el negocio real, la producción, las ventas, los costes, la estrategia... y los resultados, sino en un negocio virtual dado únicamente por la cotización de las acciones, un negocio virtual que tiende a divorciarse del real y a convertirse casi en un mundo paralelo e independiente.
Esto hace que los mercados de valores se muevan en el terreno de la especulación, casi en un juego de azar. Pero lo malo no es eso. Al fin y al cabo, y al igual que en los juegos de azar, el inversor es libre de elegir el juego al que quiere jugar y el riesgo que desea asumir. Lo malo es que esas especulaciones, alejadas del negocio real, influyen, y no de forma beneficiosa, en éste. ¿Cómo? Pues forzando a los directivos a tomar decisiones que mejoran las cotizaciones a corto plazo pero perjudican al negocio real, al medio y al largo plazo.
A este fenómeno se refieren Kotler, Kartajaya y Setiawan en su libro 'Marketing 3.0'. Nos recuerdan cómo en 2009, tras la caída de Lehman Brothers, personajes tan relevantes como Warren Buffet o Louis Gerstner suscribieron una declaración conjunta en The Aspen Institute en que pedían el fin de ese cortoplacismo y solicitaban políticas que favoreciesen la creación de valor a largo plazo para las empresas y para la sociedad en su conjunto.
Nos recuerdan también los autores la propuesta de Lord Myners, entonces Secretario de Estado británico de Servicios Financieros, de establecer dos niveles de inversores, los de largo plazo y los de corto plazo, otorgando más peso en las decisiones a los primeros.
A propósito de la declaración de Aspen, los suscriptores solicitaban a los accionistas que fuesen más pacientes en sus inversiones.
Es necesario dejar trabajar a las empresas y sus directivos si lo que buscamos es el beneficio de medio y largo plazo, la mejora de los resultados de las empresas y el progreso de la sociedad. Es necesario dejarles espacio para el trabajo y para la concentración. Es urgente conseguir un poco de serenidad. Necesitamos abstraernos del runrún de los mercados financieros y las noticias que nos sobresaltan y alteran el buen juicio. Es necesario trabajar en silencio.
Por ello, y aunque sé que es una utopía, y aunque sé que 'sensu estricto' no tengo ningún derecho a hacerlo, no sólo pediría paciencia a los inversores, sino que les rogaría, además, un poco de silencio.
Trabajemos en silencio.
Trabajemos.
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