El consenso es, sin duda, una virtud política, algo que, tal vez llevados por nuestra historia de las últimas décadas, hemos valorado como esencial.
Probablemente también constituya una virtud personal encomiable la capacidad para ceder y alcanzar acuerdos.
Sin embargo, de forma paradójica, cuando de trabajo en grupo hablamos, cuando nuestro objetivo es alcanzar la máxima expresión de la inteligencia colectiva, la tendencia al consenso puede ser un riesgo.
Así nos lo hace ver James Surowiecki en un pasaje de su libro 'The wisdom of crowds'. Nos dice:
You do not need a consensus in order, for instance, to tap into the wisdom of a crowd, and the search for consensus encourages tepid, lowest-common-denominator solutions which offend no one rather than exciting everyone.
De alguna forma el consenso atempera la creatividad, el genio y la inteligencia. La búsqueda de ese mínimo común denominador que menciona el autor va en contra de la excelencia y, de alguna forma, anula no sólo la valía individual, sino también la capacidad del grupo para generar una auténtica inteligencia colectiva.
A lo mejor, debemos reservar el consenso para la política o para el ámbito personal, quizá para evitar disputas y facilitar negociaciones, pero a lo mejor no es una buena idea cuando de inteligencia e innovación se trata.
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