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Tenía necesidad de acudir a un lugar en una población vecina, lugar al que no tenía ni idea de cómo llegar. Pero para resolver la situación no tuve más que tirar de mi flamante navegador GPS. Confiando ciegamente en su precisión, seguí las indicaciones, porque, realmente, es prodigiosa la capacidad de estos de equipos para guiarnos a lugares ignorados por nosotros. Sin embargo, ayer algo sucedió, algo no funcionó del todo bien. En un punto en que una señal en la carretera indicaba con toda claridad que debía desviarme, la vocecita sintética del navegador me conminaba a seguir recto. Hice caso al navegador ignorando mi propio instinto...y me equivoqué. Por supuesto, luego el propio navegador encontró la alternativa para arreglar el desaguisado y la cosa no fue más que una anécdota. Pero más tarde, ya en casa, me puse a pensar en algunas enseñanzas que de aquí se pueden obtener y en los curiosos paralelismos que existen entre el uso de la tecnología y la delegación de tareas en personas.
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Sin embargo, el despiste de mi navegador y el error en que caí por seguir ciegamente sus indicaciones, también me recuerda una de las leyes sagradas de la delegación y es que no se puede hacer dejación de funciones. Uno sigue siendo reponsable de la tarea que delega y a uno corresponde el supervisarla y tomar acciones correctoras si la tarea delegada no se ejecuta correctamente.
No es, pues, tan diferente, delegar en la tecnología de lo que es delegar en personas.
Eso sí, no sé cómo darle feedback negativo a mi navegador GPS por el error cometido ayer o cómo motivarle a mejorar. Supongo que lo conectaré a mi ordenador para que se descargue unos datos más actualizados...